Por Luis Miguel Armas Moreno
Me levanto. Bostezo. Camino hacia el refrigerador. Abro la nevera. Cojo el vaso de yogur que me espera todas las mañanas. Estornudo. Regreso a mi habitación. Enciendo el ordenador. Leo lo último que escribí anoche. Me parece una mierda. Abro el Messenger. Descubro que cada día tengo menos amigos. Sonrío. Veo en línea a Charlín, mi primo de quince años que a esta hora debería estar en el colegio.
- Hola, vaquero –le digo.
- Habla, pajero –me responde.
- ¿No deberías estar en el cole? –le pregunto.
- ¿No deberías estar en la universidad?
- Lo mismo me dice mamá, pero ya sabes, me quité.
- ¡Qué envidia! Si yo pudiera hacer lo mismo con el cole.
- Lo haces a diario… ¡Conchudo!
- Bueno. Es que estoy confundido.
- ¿Qué pasa?
- No entiendo. Mis viejos me mandan al cole para que me enseñen “valores” y en el cole me dicen que debo aprenderlos en la casa. ¿Total?
- No hay peor pendejada que buscarle algún sentido al cole. Yo gasté once años de mi vida en ese plan, y aún sigo, como Condorito, exigiendo una explicación.
- ¿Gastaste? Gastaron tus viejos, dirás.
- No. Tampoco. Digamos que le metí la yuca al Estado. ¡Qué vivan los colegios nacionales!
- ¡El Estado debería demandarte!
- Ya lo hizo.
- ¿Ah?
- Oye, ¿y de qué curso te escapaste, Charlín?
- De Historia.
- Ay, Historia. ¡Ese curso es un verdadero fraude! Durante todo el año te hacen aprender de memoria la biografía de “héroes” como Miguel Grau, Alfonso Ugarte, Francisco Bolognesi, Abelardo Quiñónez y un largo etcétera. ¿Y tanto para qué? Para después enterarnos que los compadres se murieron por las huevas, porque a las finales siempre perdimos todas las batallas, todas las guerras. ¡Malditos losers!
- Ah, y no te olvides de los Incas.
- Uyy. Claro. Los que nos legaron Machu Picchu para que varios siglos después fuera descubierto por un estadounidense. ¡Jo! Esto es a lo que yo llamo “el orgullo de ser peruano”.
- Veo que tú sí entrabas a clases de historia.
- No. Yo también me escapaba del cole y me asilaba más bien en la hedionda biblioteca municipal, que de todos modos era menos hedionda que mi “prestigioso” colegio nacional.
- ¿No habían cabinas de Internet?
- Sí, pero por fortuna en ese tiempo no estaban al alcance del diminuto bolsillo de un colegial.
- ¿Por fortuna?
- Sí. ¿Te imaginas con cuánto idiota hubiera perdido mi tiempo hablando por messenger o jugando en red?
- ¿Jugamos?
- No. Para perder mi tiempo ya tengo suficiente con pensar a qué nueva universidad iré.
- ¿Persistes?
- Sí. Todas las personas con canas que conozco me dicen que reconsidere la idea, que vuelva a la universidad, que no seré nadie sin título universitario. Y bien reza el adagio que “las canas son sinónimo de sabiduría”.
- ¡Que se tiñan el pelo y que no jodan! Los títulos universitarios dicen sólo dos cosas: que tuviste el dinero suficiente para conseguirlos, y que fuiste lo suficientemente imbécil para pasarte cinco años trasnochando y aguantando a una sarta de animales con saco y corbata que se hacen llamar “catedráticos”.
- Dices cosas muy inteligentes para tener quince años y para ser mi primo, pero vuelve al colegio, ¡huevón!
- Y tú a la universidad.
- ¡Jo! Mejor has como mi madre y rézale a San Judas Tadeo, patrón de las causas imposibles.
- El colegio y la universidad son una locura, ¿no?
- Qué te diré, Charlín... La única diferencia entre los colegios, la universidad y los manicomios consiste en que en los dos primeros sí pagas por entrar.
- Bueno, ya me cansé de perder el tiempo, voy a seguir jugando.
- Vale. Yo voy a escribir algo para el Blog.
- ¿No escribirás sobre esta conversación, verdad? No quiero imaginar qué pasaría si mis viejos llegan a leer esta huevada.
- Claro que no. Descuida.
Me levanto. Bostezo. Camino hacia el refrigerador. Abro la nevera. Cojo el vaso de yogur que me espera todas las mañanas. Estornudo. Regreso a mi habitación. Enciendo el ordenador. Leo lo último que escribí anoche. Me parece una mierda. Abro el Messenger. Descubro que cada día tengo menos amigos. Sonrío. Veo en línea a Charlín, mi primo de quince años que a esta hora debería estar en el colegio.
- Hola, vaquero –le digo.
- Habla, pajero –me responde.
- ¿No deberías estar en el cole? –le pregunto.
- ¿No deberías estar en la universidad?
- Lo mismo me dice mamá, pero ya sabes, me quité.
- ¡Qué envidia! Si yo pudiera hacer lo mismo con el cole.
- Lo haces a diario… ¡Conchudo!
- Bueno. Es que estoy confundido.
- ¿Qué pasa?
- No entiendo. Mis viejos me mandan al cole para que me enseñen “valores” y en el cole me dicen que debo aprenderlos en la casa. ¿Total?
- No hay peor pendejada que buscarle algún sentido al cole. Yo gasté once años de mi vida en ese plan, y aún sigo, como Condorito, exigiendo una explicación.
- ¿Gastaste? Gastaron tus viejos, dirás.
- No. Tampoco. Digamos que le metí la yuca al Estado. ¡Qué vivan los colegios nacionales!
- ¡El Estado debería demandarte!
- Ya lo hizo.
- ¿Ah?
- Oye, ¿y de qué curso te escapaste, Charlín?
- De Historia.
- Ay, Historia. ¡Ese curso es un verdadero fraude! Durante todo el año te hacen aprender de memoria la biografía de “héroes” como Miguel Grau, Alfonso Ugarte, Francisco Bolognesi, Abelardo Quiñónez y un largo etcétera. ¿Y tanto para qué? Para después enterarnos que los compadres se murieron por las huevas, porque a las finales siempre perdimos todas las batallas, todas las guerras. ¡Malditos losers!
- Ah, y no te olvides de los Incas.
- Uyy. Claro. Los que nos legaron Machu Picchu para que varios siglos después fuera descubierto por un estadounidense. ¡Jo! Esto es a lo que yo llamo “el orgullo de ser peruano”.
- Veo que tú sí entrabas a clases de historia.
- No. Yo también me escapaba del cole y me asilaba más bien en la hedionda biblioteca municipal, que de todos modos era menos hedionda que mi “prestigioso” colegio nacional.
- ¿No habían cabinas de Internet?
- Sí, pero por fortuna en ese tiempo no estaban al alcance del diminuto bolsillo de un colegial.
- ¿Por fortuna?
- Sí. ¿Te imaginas con cuánto idiota hubiera perdido mi tiempo hablando por messenger o jugando en red?
- ¿Jugamos?
- No. Para perder mi tiempo ya tengo suficiente con pensar a qué nueva universidad iré.
- ¿Persistes?
- Sí. Todas las personas con canas que conozco me dicen que reconsidere la idea, que vuelva a la universidad, que no seré nadie sin título universitario. Y bien reza el adagio que “las canas son sinónimo de sabiduría”.
- ¡Que se tiñan el pelo y que no jodan! Los títulos universitarios dicen sólo dos cosas: que tuviste el dinero suficiente para conseguirlos, y que fuiste lo suficientemente imbécil para pasarte cinco años trasnochando y aguantando a una sarta de animales con saco y corbata que se hacen llamar “catedráticos”.
- Dices cosas muy inteligentes para tener quince años y para ser mi primo, pero vuelve al colegio, ¡huevón!
- Y tú a la universidad.
- ¡Jo! Mejor has como mi madre y rézale a San Judas Tadeo, patrón de las causas imposibles.
- El colegio y la universidad son una locura, ¿no?
- Qué te diré, Charlín... La única diferencia entre los colegios, la universidad y los manicomios consiste en que en los dos primeros sí pagas por entrar.
- Bueno, ya me cansé de perder el tiempo, voy a seguir jugando.
- Vale. Yo voy a escribir algo para el Blog.
- ¿No escribirás sobre esta conversación, verdad? No quiero imaginar qué pasaría si mis viejos llegan a leer esta huevada.
- Claro que no. Descuida.
1 comentario:
¡jajaja!
me dio risa el final
no conocía este blog al pasar de frente a webadass, están buenos los escritos
me gustó bastante el que escribiste también como comentario sobre Star Wars
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